La patrona del pueblo bohemio refleja en la Historia el brillo de aquella que amó los altísimos designios de Dios hasta el punto de convertirse, para los malos, temible como un ejército en orden de batalla.

 

Despunta una fresca mañana de primavera, en los comienzos del siglo X. En breve se iniciaría una sesión de la dieta convocada por el rey de Germania, en la ciudad de Worms.

Todos los ilustres invitados ya se encuentran en el lugar establecido, a la espera del joven duque de Bohemia, Wenceslao. Se intercambian comentarios acerca de su atraso, considerado una falta de deferencia para con el soberano allí presente. A fin de manifestar su unánime desaprobación, los nobles acuerdan que, contra la costumbre, nadie se levantará cuando llegue. Aún pasa un tiempo razonable hasta que se anuncia que, finalmente, está en la puerta. Y tan pronto como va entrando… ¡Todos mudan de opinión! Nada más lo ven, exclaman de admiración, y hasta el propio monarca se yergue de su trono para saludarle.

¿Qué sería lo que le hizo cambiar de actitud tan súbitamente a tan selecta asamblea?

Estatua de Santa Ludmila en el monumento de San Wenceslao, Praga

Wenceslao no había ido solo: todos pudieron ver que delante de él iban ¡dos bellísimos ángeles portando una cruz de oro! Atónito, el rey lo invitó a sentarse a su derecha. El duque se disculpó por el atraso y explicó que se debía a su costumbre de asistir a dos Misas todos los días…

Ese hecho encantador es tan sólo uno entre los muchos otros inmortalizados por las leyendas de San Wenceslao, en las cuales contemplamos aspectos de su vida que no caben en los fríos y documentales archivos de la Historia, pero que se encuentran consignados con letras de oro en el multisecular tesoro de la piedad católica.

Junto a ese gran monarca, la Iglesia siempre ha venerado otra figura impar del cristianismo del mundo eslavo: Santa Ludmila, su abuela, «la primera perla y, al mismo tiempo, la primera flor arrancada en Bohemia».1 Con inquebrantable ánimo, ella preparó para su pueblo, en la persona de su nieto, «no sólo a un rey sabio y prudente, sino también a un convencido promotor del culto eucarístico y del amor al prójimo».2

Una conquista de San Metodio

Ludmila nació en torno al año 860, en medio del paganismo de la ciudad de Melník, en la región central de Bohemia. Su familia pertenecía a la más alta dinastía local.

Con 14 años fue entregada en matrimonio a Bořivoj, el primer príncipe del Estado de Přemyslida, formado con la unificación de las tierras que hoy componen la República Checa. Era la época en que el gran apóstol de los eslavos, San Metodio, ponía todo su empeño en la evangelización de la región. Bořivoj encantado con la fe católica, tuvo el honor y el mérito de ser el primer gobernante checo que recibió las aguas del Bautismo. También su joven esposa quiso ser bautizada, asumiendo los compromisos cristianos de manera tan sincera y profunda que adoptó como ideal de vida, junto con su marido, propagar la verdadera religión en sus dominios.

No fue una tarea sencilla, pero, impulsados por el fuego de la fe, ningún obstáculo los detuvo. Promovieron misiones de monjes para que les predicaran a la población y la incentivaran a la vida de piedad, emprendiendo para ello la construcción de la primera iglesia en Bohemia, dedicada a San Clemente.

Poco a poco los frutos de su apostolado se multiplicaron y, con ellos, sobrevinieron también persecuciones, signo característico de que se está recorriendo el camino del Señor. La noble pareja llegó a ser desterrada, debido a la acción de personas influyentes en la corte aún aferradas a la idolatría. Ahora bien, no hay nada más alentador para un apóstol que la saña del enemigo, que con ello demuestra estar perdiendo terreno…

No pasó mucho tiempo y Santa Ludmila y su esposo consiguieron retomar el trono y, con él, su impulso en pro de la expansión del catolicismo.

Sagacidad en la educación de su nieto

Cuando una fortaleza se muestra inexpugnable, el método más eficaz de conquistarla es penetrar discretamente en su interior y, desde dentro, comenzar la destrucción… Esa fue la táctica que el demonio usó para tratar de demoler el hogar de Santa Ludmila.

Santa Ludmila con el príncipe Wenceslao y, de pie, Drahomira, por Josef Mathauser

El peligro despuntó cuando su hijo Vratislav se casó con Drahomira de Lucsko, una joven que pasaría a la Historia como mujer «de genio altivo y fiero, añadiendo a la impiedad la crueldad y la perfidia».3 Fingía simpatizar con el cristianismo, pero en secreto favorecía prácticas idolátricas. Ni las exhortaciones, el celo o siquiera los buenos ejemplos de su marido lograron disuadirla de sus maquinaciones.

Sabía la santa duquesa que eso no significaba tan sólo una posible división en el trono o en la familia, sino también un peligro inminente para la verdadera religión en el ducado. Por esta razón, no se demoró en reaccionar: cuando nació el segundo hijo de Drahomira, le pidió la tutela del primogénito, Wenceslao, pues en él había discernido los atributos de un excelente soberano.

Por tanto, el pequeño se fue a vivir al palacio de su abuela, en Praga. «Encargose la virtuosa princesa de formar por sí misma aquel tierno corazón, repartiendo el cuidado de su educación con un sabio preceptor que le señaló. Era este un capellán suyo, sacerdote santo, por nombre Pablo, que llenó dignamente todo el deseo de la princesa en las lecciones que le dio [a Wenceslao] para cultivar a un mismo tiempo su entendimiento con el estudio de las letras, y su corazón con el amor y con el ejercicio de la virtud».4 A esta formación el niño correspondió tan perfectamente que es reputado como uno de los príncipes más capaces de su época.

Ánimo resoluto frente a los reveses

Mientras su nieto iba fortaleciéndose en sabiduría y virtud, la prudente abuela vigilaba, pues sabía que aquel período consistía en la preparación para la gran batalla de su vida, la cual imprimiría un rumbo decisivo a la nación que Dios le había confiado. Ella preveía que no tardaría mucho en llegar ese momento y, de hecho, así sucedió…

La santa duquesa asistiendo a Misa con su nieto, por František Tkadlík – Galería Nacional de Praga

Antes de que la duquesa cumpliera los 40 años, su esposo murió en combate. ¿Qué iba a hacer ella sin la protección y el apoyo de su fiel Bořivoj? Siempre resoluta, no dudó un instante: continuaría luchando, porque si la Providencia le había dado la misión de propagar y defender el catolicismo en la incipiente Bohemia, con la gracia de Dios llevaría hasta el final el encargo.

Su primera actitud consistió en poner a la cabeza del ducado, después de algunas contiendas, a su hijo mayor, Spytihněv, quien continuó la obra iniciada por sus padres, asentando en bases católicas la naciente civilización. Gobernó durante más de veinte años, hasta su muerte, en el 915, cuando le sucedió su hermano Vrastislav.

Fuerte fue la influencia de Santa Ludmila en ese período, mostrándose firme con los rebeldes, pero al mismo tiempo bondadosa y llena de misericordia para con los débiles y afligidos que a ella acudían. Con esto, la duquesa madre acabó por convertirse en el encanto de los checos, desde los altos cortesanos hasta los más humildes miembros del pueblo. Todos sabían que aquella dama férrea, implacable cuando se trataba de defender el bien y castigar el mal, poseía un corazón maternal, siempre dispuesto a acoger, perdonar y animar en el camino de la virtud.

Sin embargo, había alguien a quien le exasperaba esa situación…

Lucha contra la «nueva Jezabel»

Hay quien ha comparado a Drahomira con la perversa Jezabel, que en su furor «exterminó a los profetas del Señor» (1 Re 18, 4). En efecto, esa mujer odiaba el cristianismo y estaba dispuesta a todo para restaurar la religión pagana de sus ancestrales… Cual serpiente al acecho del momento adecuado para atacar, esperaba una oportunidad para desatar toda su ira.

La ocasión llegó con la prematura muerte de su buen marido Vratislav, en el 921, durante una batalla contra los húngaros. Se iniciaba entonces la más ardua de las pruebas por las que pasó Santa Ludmila, un auténtico enfrentamiento entre el cristianismo y el paganismo. En tal choque, el príncipe de este mundo, simbolizado por Drahomira, desafiaba insolentemente a Nuestro Señor Jesucristo en la persona de su amada y fiel seguidora Ludmila.

Como Wenceslao aún no tenía la edad suficiente para asumir el trono, Drahomira se apoderó de las riendas del gobierno y, ya sin el freno de su esposo, dio libre curso a su implacable odio. Decretó el cierre de las iglesias y la suspensión de los servicios litúrgicos, les prohibió a todos los sacerdotes y profesores cristianos instruir al pueblo, depuso de los cargos públicos a los magistrados católicos y, finalmente, anunció que los paganos tenían el derecho de matar a los cristianos, pero éstos no podían quitarles la vida a sus agresores, ni siquiera en legítima defensa.

Santa Ludmila, reclusa en su palacio de Tetín, en ningún momento se dejó abatir por la dura realidad. Con admirable astucia, se mantuvo resoluta y serena, dando continuidad a la formación de su nieto.

Pero Drahomira sabía muy bien cuál era el árbol del cual provenían los mejores frutos del catolicismo en el ducado y quería extirparlo de raíz. Fue entonces cuando planeó minuciosamente una trampa siniestra.

Martirizada al pie del altar

Podemos imaginar a la santa duquesa recogida en sus aposentos, especialmente pensativa en una mañana que despunta radiosa. A la manera de escenas, le pasaban por la mente todas las batallas, todas las gracias, cada una de las victorias que el Altísimo le había concedido en la gloriosa misión de conquistar almas para Él. No obstante, sentía que Dios le pedía algo más, un último paso, un holocausto supremo con el cual coronara su militancia en este mundo.

Pensando en esto, de repente, oye unos pasos apresurados, pero discretos, que se acercaban. Era un emisario de mucha confianza que le llevaba noticias alarmantes: estaban tramando su muerte. Con esto, lo comprendió todo. Había dedicado toda su vida a la lucha aquí en la tierra, ahora iría a ofrecerle a Dios su muerte, para continuar batallando desde el Cielo.

Por lo tanto, empleó el tiempo que le quedaba en deshacerse por completo de los bienes de este mundo, pagándoles con generosidad a los criados los servicios prestados y distribuyendo las demás riquezas entre los pobres.

Una tarde de aquel año 921 —según algunos autores, un sábado, 15 de septiembre; en la opinión de otros, el domingo, día 16—, Santa Ludmila se confesó y entró en la capilla del castillo, donde permaneció postrada durante algún tiempo ante el altar. Recibió la sagrada Eucaristía y se quedó en profunda oración. Mientras renovaba su ofrecimiento al Señor, irrumpieron en el recinto dos asesinos, pagados por Drahomira, los cuales descargaron toda su cólera sobre la santa estrangulándola con su propio velo. De esta forma recibía la palma del martirio esta intrépida dama, a la edad de 61 años.

A la izquierda, Drahomira paga a los asesinos de Santa Ludmila; a la derecha, éstos ante la santa duquesa y el pequeño Wenceslao – Ilustraciones de la Crónica de Dalimil, siglo XIV

Un enorme regocijo se apoderó de la nueva Jezabel; sin embargo, no le duró mucho. La duquesa mártir fue enterrada cerca del castillo de Tetín y faltó tiempo para que se difundiera la fama de su santidad. Junto a la tumba empezaron a suceder muchos milagros. Sobre ella se veía una intensa luminosidad y por la noche un perfume se extendía por el entorno. Era como si una voz del Cielo recordara la inmortalidad de Dios, llenando de fe a los buenos y aterrorizando a los malos.

Estatua ecuestre de San Wenceslao, por Josef Václav Myslbek, Praga

Reflejo de la Reina del Cielo y de la tierra

Cuando alcanzó la edad necesaria, San Wenceslao asumió el gobierno de Bohemia. Una de sus primeras actuaciones como soberano fue exiliar a su madre y a su hermano más pequeño —Boleslao, de la misma calaña que su progenitora— a una provincia alejada, y promover un grandioso traslado de los restos de su abuela a la iglesia de San Jorge, en Praga.

Se cuenta que fue el propio Dios quien se encargó de vengar la sangre de esta su tan predilecta combatiente: cierto día Drahomira pasaba cerca del lugar donde había mandado ejecutar a numerosos cristianos, cuando el suelo se abrió y fue tragada viva.

El joven duque se dedicó con ahínco al restablecimiento del orden perturbado por los años de despotismo de la sanguinaria Drahomira, logrando tanto éxito en esta tarea, por su sabiduría y prudencia, que en poco tiempo se transformó en un modelo de monarca cristiano. Su nombre atraviesa los siglos nimbado de gloria, proclamando cómo el Señor no defraudó las esperanzas de aquella que lo había formado para la lucha como una verdadera madre.

Así, el ejemplo de la santa patrona del pueblo bohemio refleja en la Historia el brillo de aquella que, teniéndose como humilde «esclava del Señor» (Lc 1, 38), confió en los altísimos designios de Dios hasta el punto de ser coronada como Reina del Cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, siendo para los infiernos «terrible y majestuosa como un ejército en orden de batalla» (cf. Cant 6, 4). 

 

Notas

1 BENEŠ, Vladimir (Ed.). Legenda о svatém Václavovi. Praga: Bonaventura, 2008, p. 12.
2 SAN JUAN PABLO II. Discurso a los obispos checoslovacos en visita «ad limina», 11/3/1982.
3 CROISSET, SJ, Juan. Año Cristiano. Barcelona: Librería Religiosa, 1854, v. IX, p. 539.